Se puso ropa cómoda y se sentó
mirando por la ventana. Noche cerrada con algo de resplandor que
venía del paseo del río, junto al puente.
Cada segundo que pasaba era testigo de
cómo se iban consumiendo gotitas de lucidez, de cansancio y de la
vida que había estado llegando. Pensaba que ahora mismo ellos
dormían. Que, aunque antes era habitual trasnochar, ya él era el
único que lo hacía. Posiblemente era una forma de huir de la gente,
de conseguir un tiempo solitario, propio, del que pocos eran
testigos; de una búsqueda de identidad.
Miró el reloj y las 3.25 a.m.
atestiguaban su ahora más acentuada solitud. Ahora, cada uno
de su grupo cercano seguía con con su vida. Mañana uno madrugaría
para proseguir con el estudio, otra lo haría tras dormir poco para
encaminarse a la rutina del trabajo a pesar de ser día de fiesta y
concentrarse en la interpretación el día completo. De la otra
persona estaba muy alejado, pero podía adivinar con bastante
precisión que llevaría un día bastante similar al de sus
“camaradas”.
Tenía la sensación de que en realidad
ellos no habían desviado el rumbo de a lo que parecía que se
dirigían, pero las últimas sensaciones era de que él tenía que
ajustar la trayectoria y volver a su carretera.
3.30 a.m., la hora de desconectar de
todo el mundo y dedicárselo a sí mismo. Agotar su pocas fuerzas restantes con alguna distracción en el ordenador
y caer rendido en la cama, para no dejar ni un sólo segundo para pensar lo más mínimo en el mundo, en
la gente, en ellos, en ella.
Todo lo que acaba lo hace para dejar paso a algo nuevo, o eso dicen.
Él no veía futuro, ni se planteaba el presente y no quería ni
mirar al pasado. Sólo se propuso una cosa: seguir un tiempo con el
piloto automático...
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