El tren se ha vuelto a poner en marcha. Agarro la caja con fuerza y me acuerdo de que no sé a dónde voy. Eso tampoco me preocupa demasiado. Me preocupan más los lugares a los que no voy. Saber si la próxima estación en la que tampoco voy a bajar me gustaría más que la siguiente.
El riesgo es algo incómodo de llevar, tanto que a veces pienso que los viajes en tren deberían tener una sola parada: un origen y un destino, como los aviones. Pero, ¿por qué nadie me habló del lado oscuro de la libertad? Supongo que poca gente puede hacerlo.
Ser responsable de tus miserias es algo desagradable. Demasiado para demasiada gente. Todo el mundo coge el mismo avión. Cuando el tren sólo para una vez, puede gustarte más o menos la estación, te puedes quejar de la ciudad y maldecir el país donde has bajado, pero tu conciencia está tranquila. El peso de la responsabilidad se lo otorgas a un ser enorme y monstruoso llamado sociedad. Te lavas las manos con agua putrefacta y te mueves ligeramente por la única estación en la que te han dejado bajar. No, no culpo a nadie. Aunque todo tiene su precio y su explicación.
Era verano. Faltaba poco para el anochecer. Mis padres habían salido. Sentí una agradable sensación de no tener los ojos clavados en la espalda y fui corriendo a coger mi bicicleta azul al garaje. Tenía terminantemente prohibido salir del pueblo. Siempre había obedecido en eso, pero ese día dejé de hacerlo. Sabía lo que me esperaba al volver, pero por alguna razón no fue suficiente amenaza.
Reconozco perfectamente el trayecto que hice. Fueron unos pocos kilómetros pero a mí me pareció una barbaridad. Por primera vez en mi vida tuve consciencia de ser libre, de tener todo un mundo por delante. Toda una vida… Nunca he vuelto a tener esa sensación tan intensa y virgen. Y sé que cada vez que por algún motivo me siento libre me remito a ella. Ojalá pudiera recordar lo que sentí, lo que vi, lo que me pareció ver, pero sólo en sueños soy capaz de revivirlo.
Reconozco perfectamente el trayecto que hice. Fueron unos pocos kilómetros pero a mí me pareció una barbaridad. Por primera vez en mi vida tuve consciencia de ser libre, de tener todo un mundo por delante. Toda una vida… Nunca he vuelto a tener esa sensación tan intensa y virgen. Y sé que cada vez que por algún motivo me siento libre me remito a ella. Ojalá pudiera recordar lo que sentí, lo que vi, lo que me pareció ver, pero sólo en sueños soy capaz de revivirlo.
El mundo de los sueños es al que realmente pertenezco, el que definitivamente me diferencia de los demás. Todo existe en su forma más pura. Usa los símbolos gracias a los cuales en una primogénita experiencia en mi mente le dio una cara, una forma a una palabra que ya existía. Es el mundo del sentido, del entendimiento, del concepto interiorizado. De lo que en definitiva he llegado a crear y a ser.
Una vez, tendría yo 5 años, con mi padre, nos encontramos a dos ratones en el suelo. No se movían, no hacían ruido, no hacían nada. Le pregunté a mi padre que por qué estaban allí quietos, y él me contestó que se habían ido al cielo. ¡Qué tontería! Si estaban allí en el suelo. Entonces entendí que al ser aplastados se habían convertido en pájaros. Aquellos pájaros que volaban de un lado a otro sin un rumbo aparente, y que se paraban en los árboles del patio trasero para explicarnos su trágica historia cada mañana. Todo tenía sentido.
Cuando murió mi abuela, además, comprendí que todos nos convertiríamos en pájaros algún día. No era mal destino, aunque yo nunca he sido un gran amigo de las alturas. Pero un día, me encontré con un pájaro muerto, y no lo entendía. Se me vino el mundo encima. Puto pájaro… Me enfrente cara a cara por primera vez con la nada, el vacío, con ya no ser más. La religión ya no servía para nada a partir de aquella imagen. Volvía a la categoría de “ratón por aplastar”, alguien que sueña con pájaros cada vez que teme a la muerte.
Cuando murió mi abuela, además, comprendí que todos nos convertiríamos en pájaros algún día. No era mal destino, aunque yo nunca he sido un gran amigo de las alturas. Pero un día, me encontré con un pájaro muerto, y no lo entendía. Se me vino el mundo encima. Puto pájaro… Me enfrente cara a cara por primera vez con la nada, el vacío, con ya no ser más. La religión ya no servía para nada a partir de aquella imagen. Volvía a la categoría de “ratón por aplastar”, alguien que sueña con pájaros cada vez que teme a la muerte.
A menudo me gusta buscar fotos viejas, cuanto más viejas mejor, y analizo minuciosamente la expresión de esas personas ya ausentes, e intento imaginar qué estarían pensando en ese momento, qué les habría ocurrido aquel día, qué esperaban de la vida, con qué se encontraron. La complicidad que siendo al mirar cualquier conducta humana es siempre más intensa que la repulsa que me pueda causar. No, no voy a ser yo quien descubra cómo debemos comportarnos. No voy a concretar, no voy a hacer el ridículo como muchos otros antes. La melodía suena una y otra vez y nosotros tapamos nuestros oídos para entender, cuando lo que tenemos que hacer es escuchar.
Recordar que la melodía que oyes no es la misma que la de los demás y obedecerla. SI eres capaz de entender eso ya lo tienes todo. Podrás crear, ver la obra completa, y llegar al final antes que a la muerte, no al revés, y precisamente porque no quiero morir antes que acabar agarrándome a la vida con la sensación de haberme dejado cosas por hacer es por lo que me voy.
Recordar que la melodía que oyes no es la misma que la de los demás y obedecerla. SI eres capaz de entender eso ya lo tienes todo. Podrás crear, ver la obra completa, y llegar al final antes que a la muerte, no al revés, y precisamente porque no quiero morir antes que acabar agarrándome a la vida con la sensación de haberme dejado cosas por hacer es por lo que me voy.
A los 24 años soy demasiado joven para pensar ya en lo que podría haber ocurrido en lugar de lo que puede ocurrir. El día que dejé de ser así es porque me he dejado algo en el camino, y no quiero volver una y otra vez en el que me dejé los sueños. Nadie se merece esa tortura.
Recuerdo el tiempo en el que mis padres construyeron la casa del pueblo. Yo debía tener entonces unos… 10 u 11 años. Los suficientes para percibir la ilusión con que se ponía cada ladrillo. La percibía pero no lo entendía. ¿Por qué tenía que ir mi padre a recoger al río cada una de las piedras con las que se cubrió el suelo del jardín en lugar de comprarlas? Esa casa, esas calles, y ese bosque lo eran todo para mi padre, eran la culminación de un sueño, la recompensa a toda una vida de trabajo. A veces se levantaba cuando todavía era oscuro, salía a la terraza y cuando el sol estaba a punto de salir nos despertaba mí y a mi madre. Cuando me dicen que me parezco a él, recuerdo esos momentos y me siento orgulloso.
Desde la terraza mirando al este está el bosque en el que tanto le gustaba pasear y perderse. El mismo en el que tomaba las decisiones importantes con mi madre, y en el que nos enseñó, primero a mi hermano y más tarde a mí, a ir en bicicleta. La belleza no solo estética, sino también simbólica de ver salir el sol por encima de esos árboles era la felicidad. Momentos de silencio y eternidad, completamente ajenos al martilleo del tiempo.
Desde la terraza mirando al este está el bosque en el que tanto le gustaba pasear y perderse. El mismo en el que tomaba las decisiones importantes con mi madre, y en el que nos enseñó, primero a mi hermano y más tarde a mí, a ir en bicicleta. La belleza no solo estética, sino también simbólica de ver salir el sol por encima de esos árboles era la felicidad. Momentos de silencio y eternidad, completamente ajenos al martilleo del tiempo.
El otro día, después de muchos años volví al bosque. Necesitaba reconciliarme conmigo mismo y tomar alguna decisión de una vez. Lo que me encontré sin embargo, no era lo que me esperaba. Me dio la sensación de estar a las puertas del mismísimo infierno.
A ambos lados del camino por el que aprendí a ir en bicicleta se extendía la nada. Habían cortado casi todos los árboles. Sentí miedo y mucha impotencia. Era injusto que yo tuviera que verlo. Por primera vez en mi vida me alegré de que mi padre no estuviera vivo. Él tuvo la suerte de haber muerto con un lugar al que poder ir y quedarse allí para siempre. Nunca hasta ese momento había tenido una noción tan clara de lo que es el cielo y el infierno. Al ver ese cadáver a mi alrededor, me di cuenta de cómo los sueños cambian generación tras generación, de cómo nacen y como mueren. Me di cuenta de que el bosque, que tenía un significado absoluto y final para mi padre. Para mí sólo debe tener un significado matricial. Un origen a partir del cual yo he de buscar mi propio bosque, porque yo sé que existe, aunque no sea de árboles.
A ambos lados del camino por el que aprendí a ir en bicicleta se extendía la nada. Habían cortado casi todos los árboles. Sentí miedo y mucha impotencia. Era injusto que yo tuviera que verlo. Por primera vez en mi vida me alegré de que mi padre no estuviera vivo. Él tuvo la suerte de haber muerto con un lugar al que poder ir y quedarse allí para siempre. Nunca hasta ese momento había tenido una noción tan clara de lo que es el cielo y el infierno. Al ver ese cadáver a mi alrededor, me di cuenta de cómo los sueños cambian generación tras generación, de cómo nacen y como mueren. Me di cuenta de que el bosque, que tenía un significado absoluto y final para mi padre. Para mí sólo debe tener un significado matricial. Un origen a partir del cual yo he de buscar mi propio bosque, porque yo sé que existe, aunque no sea de árboles.
El tren se ha vuelto a poner en marcha. Miro por la ventana y veo como se mueven los colores, cómo se mezclan e intentan llamar mi atención. Un clic de mi ojo es suficiente para su inmortalidad en esta carnicería llamada mundo, donde nada es lo que fue hace cinco minutos, y no se lo voy a conceder tan alegremente. Sueño mientras recuerdo, pero también recuerdo mientras sueño. La imaginación tan solo colorea cuadros que queremos volver a ver. Estoy en el difícil momento de selección y criba, y no puede haber espacio para recuerdos compartidos por millones de telespectadores, ni miles de turistas, ni cientos de vecinos, ni tan siquiera decenas de pasajeros. Estamos hablando de mi vida, joder.
Los recuerdo que llevo conmigo, los que tiran de mí, los que intento disimular, me caben en una caja de zapatos, una caja que un día estuvo vacía y que voy llenando poco a poco de pistas, a las que tengo que ser fiel para completar algún día mi colección.
[Texto por Enric Montefusco, extraído del video complementario al álbum de Standstill, "Memories Collector". Transcripción de Kalle Eremit]
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